Sunday, March 19, 2006

TE AYUDARÉ MIGUEL

Aunque por el paso del tiempo ya se me hace difícil precisar los nombres y los lugares, he de tratar de dar una idea de lo que fueron apuntando sus características que, estas si, permanecen casi indelebles en mi frágil memoria, por lo mucho que me fue concedido en cuanto al disfrute de ellas.

Era, en primer termino, un maravilloso paraje que se extendía sobre una leve y muy verde colina sembrada al boleo de frondosos y centenarios árboles. Un rió de mansas y casi cristalinas aguas marcaba el comienzo del bello paraje. El rió discurría formando musicales mansos. Las playas eran de arenas muy blancas y por ellas correteaban libres de temores aves zancudas y palmípedas y vistosos y embriagadores plumajes. Aromas de naranjales en flor arrastraban las refrescantes brisas del anochecer.

En la enramada umbría de los centenarios árboles se daban cita para resolver un fabuloso certamen de gorjeos las aves inquietas y asustadizas. La cacofonía que parecía descolgarse de entre el follaje endulzaba el estado de ánimo e inundaba de melodías los corazones. El solo detenerse para apreciar los arrullos musicales de los pajarillos nos reconciliaba con las gloriosas maravillas de la creación universal.

Esas tierras eran aptas para todo. Alguna vez quisimos hacernos un cuadro de las posibilidades de aquella tierra y lanzamos al desgaire la pregunta a un viejo labriego que fumaba su tabaco fuerte envuelto en la chala bruñida del maíz. –Pues, mire joven, nos dijo el labriego sin perder la calma monástica, en estas tierras, lo único que no se da es lo que no se siembra-. Y tuvimos la ocasión de probarlo años después, personalmente.

Pero colindando con este endémico paraje y sin un hito geográfico visible, se extendía una especie de lengua de tierra árida, cuyo propietario vivía miserablemente observando con malos ojos, con unos ojos de envidia, el paraje fecundo de su vecino. El aludido propietario no se cansaba de repetir que su tierra era mala, es –afirmaba-, un viejo cauce del rió en que resulta en vano sembrar porque solo tempestades seria posible cosechar.

Y en verdad, el infortunado propietario tenía razón. Sin embargo, sus razones llegaban hasta cierto punto pues si bien era verdad que la mayor parte de sus tierras era estéril, no se podía ocultar la existencia de una franja lo suficientemente extensa de tierra promisoria que se mantenía oculta cubierta de malezas y de árboles espinosos que no era trabajada bajo el conocido pretexto de que todo el predio estaba agotado, era árido y sin remedio.

La historia era la misma, lleno de bendiciones traducidas en buenos y dorados frutos el primer propietario. Abrumado bajo el peso de la envidia y maldiciendo enfurecido su mala suerte el segundo. Sus amarguras sufrieron de tono cuando, convencido de que todo seria como arar en el mar, decidió vender su tierra y nunca tuvo a su alcance un comprador seriamente interesado en cerrar un trato que le conviniese.

Se habían sucedido los tiempos de cosecha y mientras el primero de los propietarios, al que vamos a llamar Leoncio, como era de prever, recogía los mas óptimos frutos, el segundo, que identificaremos como miguel, o no cosechaba nada o en mejor de los casos, muy poco y de calidad menos que dudosa. Leoncio obtenía utilidades significativas de sus tierras trabajadas con esmero y ampliaba cultivo y mejoraba las condiciones de la vida de sus mozos. Miguel no conseguía salir del peso y los ocho reales y, peor que eso, su situación económica andaba lo que en buen romance se dice, por los suelos.

Había llegado el tiempo de recoger los frutos del cafeto. Y tal como venia ocurriendo desde siempre, a Leoncio se le dieron grandes, rojos encendidos, sin manchas, los frutos de café. Todo un alarde de la buena tierra. Todo un excelente resultado del trabajo a conciencia. Miguel, de igual manera, vio brotar los granos de su cafetal, pero comparados con los de su vecino hasta ser causa de un llanto de dolor de impotencia. Sus granos eran pequeños y raquíticos, la cáscara apagada y con manchas causadas por el mal manejo de la plantación. El doble y hasta el triple de lo que Miguel recogía, lograba cosechar el diligente y empeñoso Leoncio.

Leoncio, aunque nada tenia de buen observador y, por lo demás, creía en la honestidad y honradez del prójimo al que siempre se dirigía con máximo respeto, empezó a notar que los frutos de café que el día anterior calculado para llenar, de una sola planta, mas de un almud, de apenas si cubrían la mitad de la medida prevista la víspera. -¿Qué estará pasando?, se preguntaba intrigado Leoncio, cuando con su propio almud empezaba a recoger el café en volumen muy inferior al de sus expectativas.

Repetida tres días consecutivos la notable variación en los cálculos, Leoncio se decidió a investigar el caso para establecer que era, en realidad lo que sucedía en sus cafetales. Estuvo al pie de las plantas a diversas horas del día y al comprobar que nada extraño sucedía, decidió apostarse en mitad del cafetal a partir de la hora en que caía la noche y dispuesto a aguantar a pie firme hasta el amanecer.

Nada tampoco ocurrió en las primeras dos noches de vigilia y ya estaba Leoncio dispuesto a poner termino a su pesquisa suponiendo entre risas apretadas que empezaba a ver visiones con sus ojos cansados, cuando determino efectuar la ultima vigilancia nocturna.

Con el sigilo que estimo menester y dispuesto a no pegar ojo en ningún momento, Leoncio se constituyo en el cafetal, medio se mimetizo entre unas entupidas plantas y evitando al máximo hacer ruidos delatadores, abrió grandemente los ojos y aguzo al máximo los oídos.

Lo estaba venciendo finalmente el sueño adormecido en medio del viento fresco del amanecer. De pronto. Mas por instinto que por haber sentido realmente algo, paro la oreja y aclaro la vista. Alguien se aproximaba abriéndose paso entre la maleza, no podía estar equivocado. No se detuvo el intruso hasta quedar casi de espaldas con Leoncio. De entre la camisa, con sumo cuidado, extrajo una bolsa de cotense y empezó a llenarla con los hermosos granos de café que le quedaban mas al alcance. Leoncio miraba detenidamente y ninguna duda le quedaba. El intruso, que cosechaba para sí mismo el café, no era otro que su desafortunado vecino miguel.

Empezaba a aclarar un nuevo día. Algo así como la cuarta parte de la bolsa de cotense que utilizaba Miguel ya estaba llena. Entonces Leoncio salio de su escondite y no hubo ninguna dificultad al ser reconocido por el sorprendido y tembloroso vecino...
-¡Hola!-, saludo Leoncio, ¿Te puedo Ayudar Miguel?