Thursday, March 17, 2005

LA GRINGA

Pedro Rivero Mercado

Cinco años atrás habían llegado a “Guayaba”, pintoresco paraje cruceño que se extendía riente y ondulado hacia el sur, con relación a la vieja capital oriental.

Eran mister Jack, doña Margaret y Carolín, ésta ultima una jovencita de aproximadamente 17 años. Todos ellos más un enorme perro color canela de nombre Dix y un par de jamelgos huesudos, constituían la familia Chewingham, llegada quien sabe de dónde, a Guayaba, un lustro antes, a bordo de una destartalada carreta de cuatro ruedas, de esas que solo suelen verse en las películas de vaqueros.

Mister Jack con ese apelativo lo conocía el vecindario era flaco, alto y desgarbado. Usaba lentes de armadura de care y gruesos cristales sobre la punta de su angulosa nariz; pocas veces se le escuchaba el timbre de su voz y nadie pudo nuca afirmar que lo vio reír. Doña Margaret, a secas como se la identificaba, era esposa de Mr. Jack, pero tanto se parecía físicamente a este, que podría pasar por su hermana, sin mayor esfuerzo. Era tan flaca como aquel, mas silenciosa aun, desgarbada en la misma proporción que su compañero, aunque acentuada esta carencia de encantos por la vestimenta de tela burda que usaba. Carolín podía ser mas agradable a la vista que sus padres, pero se le notaba tímida, mas bien temerosa, como haciendo esfuerzos para que ninguna de sus gestos trasluciera se estado de ánimo. Como la madre, vestía esa horrorosa y desabrida ropa, holgada, ordinaria, bajo la cual era imposible suponer que existiera algún encanto femenino.

Los Chewingham, desde su llegada a Guayaba, vivieron en el más completo aislamiento. Su pequeño mundo se redujo a las pocas hectáreas de tierra en las cuales cultivaban hortalizas especialmente. Nunca se los vio alternar con el vecindario, salvo en el caso en que alguno de los pobladores de la zona llegaba a la casa del “gringo” para comprar vegetales u ofrecer en venta otros y en tales oportunidades, solo se intercambiaban las palabras estrictamente necesarias:

- A cómo las zanahorias.
- A tanto el montón.
- Véndame dos montones.
- Okay.

Los Chewingham trabajaban personalmente su tierra, utilizando rudimentaria herramienta, mientras el enorme perro Dix retozaba mordisqueando un hueso blanquecino.
Demás esta decir que los gringos eran objeto de los comentarios del dicharachero vecindario de Guayaba.

- Mr. Jack es más seco y flaco que un “espequi”.
- Doña Margaret parece un “tui” clueco.
- Una muñeca de trapo, eso es Carolín.
- El perro de los gringos duerme con Mr. Jack.
- Que me dicen ustedes, doña Margaret hace madurar el pan de trigo en su cama.

Pero de los comentarios a la posibilidad de que se estableciera un contacto con la huraña familia, distaba mucho trecho, por lo menos hasta ese día domingo.
Lo mas destacado de la población de Guayaba se había reunido para jugar “taba” y en este noble oficio se encontraba cuando apareció Carolín como una exhalación. Agitada, nerviosa, en su castellano enrevesado la “gringa” exclamó:

- ¡Mi padre se muere! … ¡Una víbora grande…..!
¡Auxilio! … ¡Auxilio!....

Y emprendió la carrera de regreso a su casa, con un amplio despliegue de polleras descoloridas.
El juego fue bruscamente interrumpido. A puñados los jugadores recogieron sus billetes de las apuestas y salieron corriendo tras la jovencita, entra la algazara de los perros y el choqueo de alguna gallina asustadiza.

De sopetón, el vecindario integro de Guayaba se metió en casa de la familia Chewingham Mr. Jack tendido sobre un tosco camastro, sudaba copiosamente y deliraba pronunciando frases incoherentes para el azorado grupo de campesinos. Doña Margaret que se restregaba las manos a su lado, enjuagándose a ratos, el rostro anguloso con una pañoleta de dudoso color, era la versión exacta de la impotencia. Sin alzar la mirada que tenia como clavada en el suelo de tierra apisonada, explico que Mr. Jack, en la mañana, recorría sus sembradíos como de costumbre y que al agacharse para arrancar una yerbas, fue mordido en el brazo por una víbora.

Le ha dado algo contra el veneno, preguntaron casi a coro.
Doña Margaret movió la cabeza negativamente.
Entonces los vecinos se arremolinaron en torno al gringo que se quejaba débilmente. Uno le practico un tomisquete a la altura del codo para evitar la circulación del veneno, otro corrió a buscar “hiel de jochi” que tenia en casa, un tercero fue por especifico “Pessoa” y en menos de 15 minutos, el pobre gringo había ingerido mas de seis antídotos caseros de repugnante sabor.

Probablemente la hora de Mr. Jack no había llegado puesto que alrededor del mediodía de ese domingo memorable, empezó a disminuir la fiebre y mas tarde se hallaba completamente fuera de peligro.

Mientras todo el mundo se afanaba en torno a Mr. Chewingham, hubo uno que también revoloteo pero en derredor de Carolín. Su nombre era Ramón y sus rasgos sobresalientes – aparte de su contextura hercúlea – comerse un “guatia” con yuca, sin pestañear y beberse una botella de “culipi”, directamente del pico aguantando la respiración.

Ramón empezó su faena mirando fijamente a Carolín hasta que esta se puso roja como la grana, luego intento iniciar una charla y sin pies ni cabeza:

- ¿No será que “la trampa” se va a llevar al gringo?
- ¿En su tierra, también los niños hablan “en difícil”?
- ¿Conoció usted a algún artista de cine?
- ¿Por qué no sale a lo raso, de vez en cuando, a buscarse amigos?

“La Gringa” no contestaba. De cara a la pared, fingía no escuchar nada. Alisaba con nerviosismo los pliegues de su blusa desteñida y tenia la impresión de haber enrojecido hasta la raíz de los cabellos, Ramón insistía.

Usted ya esta crecidita, le hace falta que le de el sol porque sino va a enfermar de “tiricia”. Si quiere yo la llevo esta tarde a la riña de gallos. Mejor vendré esta noche, le pego un silbido y nos vamos a comer “majablanco” donde doña Pancha.

Carolín se estremeció, nunca imagino llegar a ser tentada de esa manera. A sus años, las cosas que le proponía Ramón le eran desconocidas pero imaginaba que resultarían agradables. De todas maneras se contuvo y no dio ninguna respuesta. El recio mozo opto por retirarse, repitiendo al oído de “la Gringa”, que por poco se desmaya:
Vendré esta noche a “pegarle” un silbido.

Mr. Chewingham hasta las ocho de la noche se había recuperado del todo, pero continuaba en cama leyendo a la luz de un lampión a kerosén, un ajado ejemplar de la Biblia. En sillones contiguos, Margaret y Carolín abstraídas en sus propios problemas. Dix dormitaba en un rincón.

De pronto un estridente silbido rompió la quietud de la noche. Dix levanto su pesada cabezota, ensayo un ronco ladrido y torno a dejarla caer entre sus patas delanteras, Mr. Jack interrumpió por un instante su lectura y volvió a enfrascarse en algún versículo, doña Margaret se incorporo a medias en su sillón y Carolín salto como impulsada por un resorte. Después, avergonzado de su propia audacia, fingió preocuparse del arreglo de las sabanas del lecho de su padre.

Hubo un segundo silbido, un tercero y otro más y finalmente el silencio.
A Carolín le resulto muy difícil conciliar el sueño aquella noche. Se resolvía inquieta en su camastro advirtiendo con asombro, que mas que temerosa, una rara sensación de gozo la envolvía. Al amanecer, se acicalo con desusado esmero, ciño el talle joven con sólida correa que hizo resaltar el contorno magnifico de sus caderas y de su busto en floración, y como nunca había ocurrido antes, encaro la tarea cotidiana tarareando el “OH Susana”. Horas después se ofreció para ir hasta la pulpería del villorrio a adquirir algunos artículos que debían ser utilizados en el almuerzo, con la secreta esperanza de topar a Ramón en el Trayecto. Hizo el viaje y volvió un tanto decepcionada porque el rustico no apareció por ningún lado.

Pero al llegar las ocho de la noche, se repitieron los silbidos y lo mismo ocurrió al día siguiente e igual cosa durante toda la semana, hasta que Carolín se decidió.

Sabia que estando dentro de la casa en compañía de sus padres, le resultaría imposible salir hasta las tranqueras tras escuchar los silbidos, de suerte que fingió demorarse en el patio recontando los patos y tan pronto se vio libre de la vigilancia paterna, corrió junto al cerco y allí aguardo al galante rondador.
Los primeros encuentros fueron fugases y rodeados de grande nerviosismo. El temor de ser sorprendidos, solo permitía charlas monosilabicas sobre cuestiones triviales:

- Las hormigas se comen mis rábanos, decía ella.
- Mi gallo “colorao” se despico, comentaba el.

Pero corriendo las noches los encuentros se hicieron más íntimos. “la Gringa” y Ramón se dieron cuenta de que entre ambos estaba naciendo el amor y de los diálogos tímidos, pasaron a intercambiar los primeros arrumacos.

Mr. Jack noto las súbitas desapariciones de Carolín y aunque el asunto no lo alarmo mayormente, decidió vigilarla discretamente. Varias veces estuvo a punto de sorprender a los jóvenes enamorados, pero Ramón, escurridizo, escabullía el bulto a tiempo y el gringo solamente encontraba a la muchacha en la tranquera, en actitud contemplativa, y suponía que simplemente tomaba el fresco.

Pero como quiera que las escapadas de Carolín se repetían ininterrumpidamente, le entro la duda a decidió una noche, desentrañar definitivamente el secreto. Salio por la puerta trasera de la casa, llego al camino y cortando la posible retirada de cualquier intruso, se aproximo a la tranquera sigilosamente. Ramón no tuvo escapatoria. Sorprendido por la retaguardia, advirtió la presencia del gringo cuando aun retenía sus manos, las de Carolín. No quedaba otro remedio que afrontar la situación.

Mr. Jack vacilo en el camino, miro a uno y otro lado como buscando algo y luego avanzo hacia la pareja con paso resuelto. Ramón esperaba unos metros mas adelante mordisqueando disciplinadamente un yerba. Carolín hizo ademán de huir hacia la casa.

- ¡Alto! . . . ordeno el gringo con voz ronca y luego pregunto ¿Qué hacen aquí?

Ramón y Carolín se miraron, sobrevino un minuto de honda expectativa, pero después, bajo la luna llena que iluminaba de punta a punta la pampa, se noto que sus rasgos se suavizaban. Sonrió por fin con picardía, a tiempo que agregaba:
Pasen a la casa, aquí sopla el viento y a lo mejor se resfrían.

Poco tiempo después, “la Gringa” y Ramón se casaban como Dios manda. En la fiesta de esponsales, Mr. Chewigham se revelo como un gran jugador de taba, el mejor de todo Guayaba. Doña Margaret aprendió a hacer “masaco” y el enorme perro canela, Dick, tuvo su primer encuentro a dentelladas, con los demás congeneres de la zona. Los dos jamelgos, por primera vez relincharon al paso de un potranca.

El mundo de los Chewingham se había transformado por el amor.

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