Thursday, March 17, 2005

A COMPRAR CIGARRILLO

Pedro Rivero Mercado

Era un gringo guapo y vigoroso. Nunca se supo con precisión que vientos buenos lo trajeron hasta nuestra vieja ciudad aldeana.
Comentábase, empero, que se vio precisado de salir a correr el mundo a raíz de alguna grave crisis económica o tal vez política que se desato en su país de origen.
Nadie le interrogo. Nadir hurgo en su pasado. Nadie le creo problemas.
Aterrizo sin aspavientos, clavando su mirada celeste y limpia en quienes lo observaban con curiosidad.
Eminentemente agrícola y pecuario la región, el ambiente era más bien rural.
No fue óbice para que nuestro gringo no encajase.
Al contrario, dentro de ese ambiente aldeano y rural empezó a sentirse igual que pato en la laguna, según el decir lugareño.

O porque ese era su oficio original o porque tenía enorme facilidad para aprender e incluso improvisar, el gringo guapo y vigoroso no tardo en demostrar singulares habilidades en las materias agropecuarias.
Sabia de injertos, sabia de podas, sabia de especies que mejor se adaptaban a la región, sabia de siembras, de abonos y de cosechas.
Sabia del manejo del ganado, de castraciones, de gusaneras, de marcaciones, de parindurrias, de ordeñas y hasta de elaboración rustica de quesos y mantequillas de los mejores sabores.
Su presencia era requerida de uno y otro lado.
Agricultores y ganaderos contrataban sus servicios.
Casi nunca cobraba para ellos. Se daba por bien pagado con que lo invitaran a compartir las mesas familiares o a beber unas copas de aguardiente preparado con los mejores alcoholes que, en aquel tiempo, los había muy buenos, de destilación familiar y muy cuidadosa.
Sin gustos caros ni exóticos, se lo notaba feliz y complacido comiendo y bebiendo lo que comían y bebían todos los vecinos criollos.

- ¿Y usted tiene familia en su país?
- ¿Tiene mujer… Tiene hijos?
- ¿Los va a hacer venir?
- ¿Sus hijos están en la escuela?
- ¿Su mujer es ama de casa, es maestra o que?
- ¿Ellos hablan castellano?

Con preguntas como estas y otras parecidas, al cabo de un buen tiempo, empezaron a bombardear los curiosos vecinos al gringo guapo.

- ¿Tiene fotografías de su esposa, de sus hijos tal vez, quizás de su madre?
- ¿Tiene fotografías de su ciudad y de usted con sus amigos?
- ¿A que se dedicaba antes de salir de su país?
- ¿Era dueño de una granja muy grande como la gente asegura?

El gringo respondía generalmente con un gruñido. Nadie sabia si ese gruñido quería decir “si” o quería decir “no”.

Y a tiempo de relacionarse con la actividad rural, el mozo de los ojos color cielo no tuvo dificultades para introducirse en la social que, aunque muy discreta y limitada, no dejaba de ser importante.
Cumpleaños, matrimonios, bautizos que congregaban, no podían prescindir del gringo. Si no era el invitado número uno, hasta de los más ricos y encopetados, estaba siempre entre los primeros.
Y en las mesas que se tendían de punta en blanco, para comer o para beber, si la cabecera no le estaba reservada, le tenían un lugar muy próximo.
La verdad sea dicha, el gringo se ganaba de manera legitima, estas distinciones de corte aldeano.
Además de su natural simpatía, nunca daba una mala nota, nunca bebía ni comía en exceso.
De su boca nadie oyó una expresión grosera y menos una broma de subido tono.

Dando por sentado que además de modelo era hombre soltero, no tardaron en acecharlo las mozas casaderas más apetecibles, con la clarísima intención de llevarlo hasta el Registro Civil luego de pasar por delante del altar de la parroquia.
Se le insinuaban, y algunas de ellas con insospechado descaro.
Se volvieron encontradizas. Le salieron “casualmente” al paso. Empezaron a coincidir en el mercado, en las tiendas y en la plaza, que era el paseo obligado de los grandes y de los chicos.
Venga a casa, le pedían, quiero hacerle una consulta, y de paso nos tómanos un café y nos comemos unas tortillas de hojitas.
El guapo mozo trataba de dejar contentas a todas acudiendo a sus citas, mas nunca se daba abasto.

Entre las tantas agraciadas que lo acechaban había una que no lo era gran cosa pero que pertenecía a la más influyente y a las más antigua de las familias.
El suyo ya no era un mero acecho, era una cacería implacable.
En el argot futbolero podía decirse que lo tenía marcado a presión.
Más todavía, si las circunstancias se daban, le cometería un foul.
Un foul que solía ser tan violento que en cualquier campo deportivo hubiera sido descalificado con tarjeta roja por delante.
El gringo de la mirada celeste soportaba el asedio sin quejarse.
Y porque no oponía ninguna resistencia, la linajuda muchacha fue estrechando todavía más sus marcas.
Así, hasta que logro echarle el guante.
El mozo, llegado nadie sabia de donde, le dio el “si” ante el sacerdote revestido de sus mejores ornamentos.

La pareja llego a procrear un hijo. Blanco, rubio y de ojos celestes como el padre.
Estaba feliz, loco de la vida, el padre gringo, con su retoño.
Pero la maternidad no le hizo ningún bien a su mujer. Por el contrario, le hizo mal.
Le agrio el carácter. No toleraba los berridos del chiquilín, se resistía a darle el pecho porque no quería que se le descolgase, no le cambiaba los pañales porque la caca y los orines le causaban alergia.
¡Llevate de aquí esta “rana” y dale una vuelta a la manzana para ver si deja de llorar! Ordenaba al gringo que, dócil, marchaba con el pequeño a cuestas hasta que conseguía hacerlo dormir.
Roncaba despatarrada la mujer, en tanto el marido gringo aseaba al niño, le daba sus alimentos y lo adormecía tatareando “lieds” que seguramente había aprendido en su lejana infancia.

Si en sus comienzos el rechazo era solamente para el hijo. Con el correr de las semanas y de los meses se volcó, asimismo, en dirección del marido gringo de los ojos celestes.
Todos los días lo maltrataba de palabra y hasta valiéndose de gestos obscenos y groseros.
Encima le hacia graves cargos afirmando que le había tomado por mujer aprovechándose de su inocencia cándida y con el propósito de mejorar su posición social y económica.
¡Miserable, gitano!, formo parte de una subsiguiente andanada verbal.
Un día después, muy temprano, el gringo guapo salio de la casa con el niño en brazos.
Entreabiendo rabiosa un ojo desvelado, la mujer le pregunto:
¿A dónde vas a estas horas, miserable gitano?
Voy a… a… a…, vacilo, a comprar cigarrillos.
Pero el gringo de los ojos color cielo no regreso en todo el día, ni al día siguiente, ni al cabo de un mes, ni nunca.
Con sentido del humor, en el vecindario se comentaba:
Se fue a comprar cigarrillos…
¡a Australia!

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