Thursday, March 17, 2005

¡DE QUË TAMAÑO ES!

Pedro Rivero Mercado

Habíamos participado de infinidad de aventuras. Teníamos recorrida buena parte de la vasta geográfica rural. Salir de caza o salir de pesca eran nuestros entretenimientos favoritos. Casi todos los fines de semana o los feriados largos los dedicábamos a tales riesgos entretenimientos.
Pero nuestras aventuras solían darse, asimismo, dentro de los límites urbanos de la grande y empolvada aldea. Naturalmente, se trataba de otro tipo de aventuras.
Galantes, a medias luces. Música ambiental romántica. Tragos cortos, los suficientes para despuntar las noches. A veces, hasta quedar de cara al lucero del alba. Excelente compañía la suya, así fuese a campo traviesa o en la tibis intimidad de los bulines.
Su prodigación para que todas las cosas de la buena vida salieran sin fallas, era absoluta.
Por esa su aptitud, alguien lo hizo blanco de un juicio memorable.
“! Oigame… usted si que había sido bueno… para todas las cosas malas!...”
no obstante nuestra absoluta amistad, me hizo blanco de los dos y hasta de tres trastadas.
A mí, que era casi la sombra suya.
A mí, que era con quien mejor se identificaba.
Con quien compartía gustos, inquietudes, anhelos y sueños.
Lastimado por sus desconsideraciones (que es lo menos que puedo decir), me distanciaba de el.
Le ponía cara de resentido. Trataba de hacerle entender que defraudaba m amistad. Se mantenía imperito. Empezaba a acortar las distancias. Y cuando virtualmente me tenía a sus expensas, me recitaba el mismo discurso. Al final, yo terminaba siendo el culpable. Yo terminaba siendo el malo de la película. Yo era responsable de haber defraudado nuestra amistad. No estoy seguro del todo. Más, si la memoria no me falla, cosa que ocurre mucho en este tiempo, concluía yo deshaciéndome en excusas.
Pero, ¿y por que me excuso?, me preguntaba entonces.
Y la misma pregunta me formulo aun hoy. Aunque muy diligente para organizar nuestras excursiones de caza o de pesca o de ambas cosas a la vez, gustaba disfrutar del campo, de la naturaleza, a cuerpo de rey.
No se le pasaba detalle a la hora de proveer nuestro avio. Lo mejor en comidas, carnes, quesos, fiambres, mermeladas. Cervezas, vinos, wiskys, pernods, coñaques. La ropa adecuada. Las escopetas, los rifles, las municiones. Mosquiteros, repelentes para los insectos, linternas y pilas, anzuelos diversos. Botiquín para primeros auxilios. Papel higiénico. Alguna vez incluimos en nuestra aventura a un connotado intelectual que alguna sensación diferente deseaba experimentar. No se le paso por alto la calidad de intelectual de nuestro invitado circunstancial. Incluyo en el avio una voluminosa enciclopedia primorosamente ilustrada. Único, realmente, el personaje. Pero todo el volumen de diligencia que exponía para organizar las excursiones, se agotaba allí. Es decir, en la fase de organización. Aportaba con lo suyo, generosamente. Me instaba a aportar de la misma forma con lo mío. Voluminosas en extremo se hacían nuestras cargas. Y siempre a ultima hora, cuando ya, nos encontrábamos con un pie en el estribo, aparecía con algún objeto que churcaba como podía entre tanto cachivache. Ya vera usted como la vamos a necesitar allá, me explicaba, para despejar mis dudas que, por lo que parecía, se pintaban en mi cara. Partíamos, asomando apenar la cabeza entre tanto atadijo. No faltaban los curiosos que nos seguían largo rato con la mirada. Fue una de nuestras últimas excursiones. Después de recorrer algo mas que veinte leguas castellanas, llegamos a un puerto natural de barrancas bajas, frente al cual se deslizaba sinuoso y musical, un rió de playas anchas y terrosas, y cuyo caudal de agua no era muy significativo. Desde el puerto, y en precaria embarcación, descendimos todavía unas cinco leguas sudando la gota gorda pues la embarcación, por el excesivo peso y el bajo nivel del cauce, encallaba en un dos por tres, obligándolos a empujar, desnudos, como bárbaros o como Dios nos echo al mundo. Subiendo, bajando, bogando, empujando, alcanzamos, por fin, común sin que nos quemara hasta los huesos, el lugar ideal para montar nuestra jara. El rió formaba una especie de codo, de grandes y promisorios remansos. Y para mejorar el ambiente, centenarios y frondosos árboles, por si solos, hacían de la orilla el más fresco y el más atractivo refugio. Hacia allí apuntamos sin vacilar la proa de nuestra embarcación. En sus furias totales estaba el sol, algo después del mediodía, cuando pudimos, al fin tendernos en nuestro maravilloso refugio en que tan perceptibles y embalsamados eran los olores vegetales. Nos bebimos una cerveza. Nos comimos un emparedado. Agotados por el esfuerzo, hicimos una larga siesta. Dormimos a pierna suelta. Las armas al alcance de las manos, por si acaso. Y cuando iban corridas dos o tres horas del nuevo día, nos sorprendieron gritos que provenían de la mitad del rió. Miramos con atención y divisamos una embarcación, muy similar a la nuestra en que viajaban lo monos tres o cuatro personas. Respondimos a los gritos entendiendo que eran de saludo, tanto los de ellos como los nuestros. Al escuchar nuestras respuestas, la proa de la embarcación apunto hacia nuestro refugio y avanzo cortando la maniobra. Pero mi acompañante, que no había hecho comentario alguno, continúo tendido en su hamaca que le había servido de cama la noche pasada.
Atraco la embarcación al lado de la nuestra. Descendieron sus ocupantes que eran solo tres. Saludos de uno y de otro lado.
- De donde vienen. A donde van
- Difícil navegar bajo el sol y con tan poco agua.
- La vuelta será peor porque habrá que arribar.
- Mientras dialogábamos, mi amigo, que solo con un movimiento de las cejas había respondido a los saludos de los recién llegados, no se movió ni hizo comentario de cuenta alguna.
En su hamaca, tenia los ojos entrecerrados. Su aire de absoluta ausencia. De apenar se notaba, por el pecho que le subía y bajaba, que estaba respirando. De espaldas en la hamaca, recibía su cigarrillo y lo fumaba. Sin abandonar tal posición bebía con calma de su vaso rebosante de cerveza que le alcanzaba el mozo. Lo observo con detenimiento el que parecía mandamás entre los visitantes. Aproximo su rostro al de mi amigo sin conseguir reacción ni chica ni grande. Intrigado, o tal vez seria mejor decir impaciente, pregunto medio en broma, medio en serio:
-¿Por qué no se para, oiga mi amigo? ¡Al menos así voy a saber de que tamaño es usted!...

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