Thursday, March 17, 2005

EL VENDEDOR DE QUESOS

Pedro Rivero Mercado

Corrían turbias y rugientes las aguas del rió que tenia una trascendencia histórica. En una de sus orillas había sido fundada, cientos de años atrás, una ciudad con gente hidalga y alentada de infinidad de sueños de grandeza. Pero la ciudad debió ser abandonada debido a los enfermizo del ambiente excesivamente húmedo, y al carácter inhóspito de los aborígenes originarios que no veían con buenos ojos a sus semejantes llegados con la finalidad de civilizar y evangelizar la zona.

De aquella ciudad abandonada, muy pocos rasgos quedaban. Apenas los calcinados terrones de lo que había sido una iglesia, entre los cuales crecía una vegetación paupérrima e inamistosa al mismo tiempo y se escurrían alimañas como lagartos, culebras y ratones silvestres.

De los aborígenes quedaban muy pocos, no más de cinco o seis familias con un total de treinta personas más o menos. El resto, o se había desplazado en otras direcciones buscando mejores condiciones de vida, o se había muerto alcanzado por las múltiples enfermedades endémicas. Y esas cinco o seis familias, que sobrevivían en la extrema miseria también estaban por desaparecer barridas por las parcas insaciables o dispersas en la búsqueda del utópico bienestar.

Desoladas pues, las orillas del rugiente y turbio rió, empezaron a poblarse, tal ves medio siglo mas tarde, de estancias que se adjudicaron personas influyentes de la sociedad y de la política. Los estancieros se dedicaron, con mucha fuera y entusiasmo, a la cría de ganados, especialmente vacuno y caballar. Cientos y hasta miles de hectáreas ribereñas, los estancieros montaron con fuertes inversiones y trabajo duro e infatigable, verdaderos imperios, cuyo centro era la casa de familia del patrón dotada de todas las comodidades conocidas de la época.

A pesar de que en las estancias, o mas propiamente en la casa de los patrones, estaban dadas las condiciones para llevar vidas muy confortables pues se disponía de todas las comodidades en cuando a salas, salones, dependencias de empleados, servicios sanitarios, aguas potable y hasta luz eléctrica e incluso coquetos jardines, la gran dificultad radicaba en la falta de caminos. Ubicadas a setenta, ochenta, cien kilómetros o más de la ciudad, las estancias eran poco menos que inaccesibles. La única vía de comunicación era los caminos de tierra, aclarando que hablar de caminos de tierra era toda una exageración puesto que, casi en la generalidad de los casos, se trataba de sendas, de brechas abiertas a punta de hacha y machete, erizadas de plantas espinosas en que la ropa y a veces en la piel quedaban pendiendo en garranchos.

Malos, intransitables en todas las épocas los caminos. En las secas, de lluvias muy escasas, eran los largos, calcinados y profundos arenales eran los que hacían fatigoso y interminable el viaje desde la ciudad hasta las estancias. Y en las épocas de lluvias, que caían copiosamente como ocurre en todas las zonas tropicales, pues los mismo caminos se transformaban en lodazales, en lagos y lagunas muy difíciles de vadear, de los que desprendían, para colmo de males, nubes densas de moscas y mosquitos que aparte de implacables y siempre ávidos de sangre, dificultaban hasta la función respiratoria metiéndose persistentemente en las fosas nasales, amen de las auditivas pues también los oídos constituían blancos preferidos de los terribles insectos alborotados al paso del hombre y sus acémilas.

Tomaba días a veces hasta semanas enteras hacer el viaje entre la ciudad y las estancias. Viaje que se volvía mas pesado y fatigoso aun si se tomaba en cuanta que había que realizarlo con abultada carga de tiro, constituida por víveres para estadías relativamente largas y, dependiendo de las condiciones del tiempo, incalculables; medicinas para cualquier contingencia y casi siempre herramientas y equipos de labranza, aparte de suplementos alimenticios y remedios y vacunas para el ganado. En suma, que no dejaba de constituir un acto de heroísmo, por las dificultades y penurias que había que afrontar, trasladarse hasta las estancias, cosa que ocurría dos o tres veces al año, y casi siempre ocurría durante la época seca.

Criado de una de esas estancias, que trabajaba solo por la comida y por los trapos viejos que constituían su ropa y que el patrón le proporcionaba cargándolos a su cuenta a precios imposibles, era un mozo de tez clara, pelo negro y ojos vivaces y también negros. Delgado pero nervudo, voluntarioso y diligente, el mozo poseía aptitudes sorprendentes para los mas diversos trabajos. Ordeñaba como el mejor, para carpir nadie le sacaba ventajas, era capaz de domar un potro, albañil sin tachas, con la misma eficiencia se desempeñaba de panadero como rezador de novenas de muertos y de los santos y de las santas de la devoción campesina. Comerciante nato, para vender o comprar no había quien lo igualase. Siempre podía sacar un poco mas por las cosas que ponía a la venta y conseguir unos pesos menos por los objetos que adquiría.

En la estancia en la que trabajaba, cuando estaba de visita el patrón, se ordeñaban al menos diez vacas todos los días, poco antes del amanecer fragancioso y freso del roció. La leche era mas que suficientes para el frugal dieta del patrón que mas se inclina por carnes frías de cerdo o por las conservas de pescados, de las que desde luego, ni a oler daba a su personal, ni siquiera al mozo de esta historia que era sus manos y sus pies. Entonces, había leche de vaca en exceso, lo que determinaba que los excedentes diarios se destinarían a la elaboración de quesos que, nunca se supo si por casualidad o por la buena mano del personaje, poseían un saborcillo especial que determinaba que se lo distinguiera y se lo prefiriera entre los de las demás haciendas circunvecinas.

Hábil el mozo, simpático y convincente, era el encargado de llevar a vender el preciado queso a los ranchos desperdigados a unas cinco leguas a la redonda, a partir de la estancia, y a alguno que otro pueblecillo de campesinos seriamente empobrecidos. Dado el carácter de extrema pobreza de los consumidores de queso, no siempre lograba el mozo en dinero efectivo, constante y sonante, las ventas de producto lácteo. Pero sus transacciones eran siempre buenas, ventajosas. Cuando no en dinero, concertaba trueques y así le llegaba a su patrón con gallinas, patos y hasta pavos y más de una vez con marranitos gruñones o cabritos en su punto. En resumen, el vendedor de quesos realizaba excelentes transacciones que dejaban colmadas las ansias del severo y poco efusivo propietario de la hacienda. Severo y poco efusivo, si, pero a pesar de ello le tenia dicho al mozo que era lo mejor de la hacienda y hasta alguna vez lo halago obsequiándole, sin cargarla a su cuenta como acostumbraba, una de sus camisas viejas que había dejado porque no le gustaba.

No le había ido nada mal ese día. Por su cargamento de cinco o seis quesos resultados de toda una semana de ordeñas, había logrado un buen puñado de billetes y, además un cabrito tierno que se debatía inquieto entre sus brazos durante el trayecto de vuelta desde los ranchos a la estancia. Incluso, en cierto momento, el cabrito lo obligo a detenerse, a hacer un alto para medio acomodar su incomodo cargamento viviente. Se ajusto lo mejor que pudo su ajustado cinturón de suela, se dio aire para refrescarse con los faldones de su camisa, busco la sombra de un árbol para protegerse del fuerte e implacable sol, inspiro profundamente el aire embalsamado y caliente y feliz, saboreando por anticipado la satisfacción que le causaría ver contento a su patrón, reemprendiendo la marcha. Ya no estaba muy distante de la hacienda. En una hora, calculo, estaría en casa. A lo mejor el patrón le invitaba un guarapo.

El cabrito lo tenía a mal traer. Cada tanto y cuanto le sorprendía descargándole fuertes y dolorosos cabezazos y para acabarla de enterar le ensucio con sus excrementos y sus fétidos orines. Era el momento de medio sacudirse la porquería de encima y de tomarse un nuevo respiro. En eso estaba, sacudiéndose, cuando el pánico se manifestó a través de una aguda punzada que sintió en el estomago. Claro, al pasar la mano derecha sobre la parte del bolsillo de su pantalón donde creía tener guardado los billetes de la venta del queso, noto que no abultaba, lo que venia a significar que el dinero no se encontraba allí. Metió frenéticamente la mano y, efectivamente no había nada. Busco y trabusco todos sus bolsillos con el mismo resultado, nada. Se quito la camisa y los pantalones, por si inconscientemente y para tener mas seguros los billetes, los llevaba adosados al cuerpo. Nada, igualmente. Para colmo de males, el cabrito tierno, aprovechando el descuido del mozo, se escapo y se perdió en la espesura a una velocidad imposible de frenar.

¡Cabrito del demonio!, mascullo haciendo responsable al animalito de todos sus infortunios. Decidió desentenderse del animal y volver sobre sus pasos en busca del dinero que seguramente había dejado caer en alguna parte del camino. Fue y volvió un par de veces hasta mas allá del lugar donde estaba seguro que había palpado la ultima vez los billetes. Y nada. Nada.

Se había hecho tarde. Empezaban a tenderse las sombras de la noche. Debo seguir mi camino, pensó, el patrón debe estar preocupado por mi tardanza. ¿Qué irá a decir cuando sepa que perdí el dinero y que se me escapo el cabrito?.
Con muy descoloridas esperanzas pensó que tal vez lo comprendería y lo perdonaría. Le diré que me lo cargue todo a mi cuenta, aunque sea en el doble para que se quede conforme.

Y mientras de esta guisa discurría, ya estaba a las puertas de la estancia y cara a cara con el patrón. Lo puso al tanto de la perdida del dinero y de la escapada del cabrito. Le suplico patrón, pidió humildemente con los ojos clavados en el piso, que me lo ponga todo en mi cuenta, si le parece bien, al doble.
En silencio el patrón desapareció en el interior de la casa para, dos minutos mas tarde, reaparecer blandiendo un garrote. Logro descargarle un garrotazo que no llego sin embargo, a la cabeza, donde estaba dirigido. Para el segundo, el mozo ya había emprendido la mas veloz de todas las carreras de su vida. El patrón lo persiguió, azuzando contra el fugitivo tres perros criollos que dos días antes hacían que no comían.

1 Comments:

At 2:50 PM, Blogger Angelino Layme Condori said...

Fineeeeeeeeeee

 

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