Saturday, September 24, 2005

MASCOTA 'ESPECIAL' DE CONDOMINIO. LA VIBORA

Lo que van a leer a continuación es completamente cierto. Lo juro por un rollo de cruces. Creo que desde siempre tuve un miedo cerval a las víboras y no es de extrañar que mi señora, por el sólo hecho de ser mujer, participara de este miedo atroz. Víboras, para mí, lo son todos los bichos que reptan. Y no me cabe en la mollera que haya diferencias entre víboras venenosas, que matan, culebras que sólo hacen cosquillas, e incluso cutuchis, que dizque son ciegos y totalmente inofensivos. Para colmo en proceso de extinción.

La cuestión es que todo lo que repta me produce pavor. Seguramente pertenezco a esa clase de cristianos que todavía no perdonan a la serpiente del Edén que hizo caer en el pecado original, con muy malas artes, a nuestro padre Adán.

Lo dicho hasta aquí, para tomar en cuenta a guisa de antecedente del episodio del que junto con mi señora, fui protagonista.

Un poco en uso de mis vacaciones y otro poco en procura de auxilio médico especializado para atender a una vieja enfermedad de mis ojos cansados, viajo regularmente a Miami, la bella, cálida y más latina ciudad balnearia de los Estados Unidos de América. Allí me instalo, juntamente con mi señora, en un noveno piso de un condominio que da de pleno a las magníficas playas del Atlántico. Todas las estancias que han transcurrido en el siempre soleado Miami, han sido magníficas, espectaculares, diría yo, muy de mi gusto en todo caso. Tan bien ubicado el condominio en que me alojo que las necesidades de subsistencia me quedan muy a la mano, con una Iglesia católica próxima, un supermercado idem, una farmacia que abre las 24 horas del día y restaurantes que ofrecen excelentes platos a precios razonables, algunos de ellos abiertos, asimismo, todo el día y toda la noche, como diríamos nosotros, "hasta que las velas no arden".

Nunca se dio en el condominio la mínima alteración del orden. Impecablemente limpio, con excelente y cordial vigilancia de uniformados, incluidos para el placer de los vivientes, gimnasio, piscina y sauna, más en grande imposible pasarlo. Si se añade que, en calidad de ilustre desconocido, uno viste como le da su real gana, poleras con muñequitas y palmeras, pantaloncillos cortos, gorras o sombreros nuevaoleros, sin exageración tiene que decirse que por esas latitudes está el reino de Jauja.

Disfrutaba pues de todo lo gratificante de ese ambiente con una copa de excelente vino tinto californiano entre las manos. Seguía un programa de televisión, uno de los cinco o seis que se difunden en idioma español. En tanto gozaba arrellanado en mi sillón preferido, mi señora, siempre buscando qué hacer, iba de un lado a otro mientras entonaba con su voz fresca, esa canción que interpreta Isabel Pantoja, si no estoy equivocado, y que está dirigida a un "Marinero de luces...".

Es entonces que se inclina delante mío como para levantar alguna cosa que ha caído al piso. Mas, de pronto, queda como petrificada mirando aquella cosa que se proponía levantar. Miro yo también lo que había llamado la atención de ella y casi al unísono, los dos gritamos en tono desgarrador: ¡Dios santo, una víiiibora!... Y como para que no nos quedase duda alguna, la víbora empezó a arrastrarse.

De imaginar que en un departamento pequeño, de una ciudad cosmopolita y moderna, no hubiese ni un garrote ni un palo ni un ladrillo con qué hacer frente a una víbora en el noveno piso de un condominio. Así lo entendimos mi señora y yo que luego de dar un par de vueltas al cuarto, ambos temblequeantes, optamos por dejar al reptil encerrado bajo llave, mientras pedíamos auxilio en la planta baja del edificio, donde a toda hora del día y de la noche había gente de vigilancia.

En tanto bajábamos por el ascensor me puse a pensar en cómo la víbora pudo llegar hasta un noveno piso. Lo único que se me ocurrió fue atribuir el hecho a algún neurótico, de los que de tanto en tanto aparecen en Gringolandia con un fusil disparando desde una azotea a los transeúntes que circulan por la calle. Mentalmente me declaré víctima de uno de estos neuróticos que había escogido la variante, en vez de empezar a los tiros, de meter víboras en los cuartos de gentes que les temen hasta a los sabayones.

Cuando temblorosos hicimos la denuncia sobre la presencia de una víbora en nuestra sala, ante el encargado aquella noche de la vigilancia, éste rió con indisimuladas ganas. -¡Oiga, lo interpelé yo, esto no es para reír, hay una víbora en mi cuarto del noveno piso.

-¡Ya lo sé!, aceptó tranquila y fríamente el funcionario. En seguida explicó que la víbora, -bendito cuento-, no era venenosa, y que constituía propiedad de un vecino de en frente. Es la mascota preferida de su vecino, aclaró el uniformado encargado de la seguridad.

Protesté, dejé constancia expresa de mi queja, afirmé que no era posible que alguien conviviera con un reptil que podía ser mortífero, y que de esta forma pusiera en peligro la vida de los vecinos. El guardia peló una cartilla y me la alcanzó para que la leyera. En dicho documento estaban citadas las especies que podían tomarse como mascotas y entre éstas figuraban... ¡Las víboras!

Me tragué mis protestas y mis reclamos y con mi señora volví a mi aposento. A la puerta nos esperaba, alertada por el encargado, la señora del ciudadanos vecino, dueño legítimo e indiscutible del reptil. Ella tomó por la cabeza a la víbora y ésta se puso cómoda enroscándose en su brazo. Allí terminó el episodio. La víbora había escapado de la caja en que la conservaba su dueño y salió a darse un baño de popularidad que realmente logró.
-¡Me las pagarán!, me dije riendo mefistofélicamente, y decidido a aparecer el año próximo en el condominio de Miami llevando como mascota a un caimán joven o cuando menos a una carachupa.

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