LAS FLORES DEL MILAGRO
Pedro Rivero MercadoLa casita era pequeña. Lucia como acurrucada a la sombra del templo. Del viejo templo gris del musgo de los años y de los vientos.
Pero cuanto calor vivificante el que guardaban sus altas paredes.
Cuanta perfumada calor vivificante en que guardaban sus altas paredes.
Cuanta perfumada frescura, a la vez, la que esparcían sus dos limoneros en flor.
Déjenme que hable un poquito de ese refugio de amor.
No había cumplido mis doce años cuando llegué para zambullirme en sus plácidos y singulares encantos.
Y tan distinto me sentí de solo trasponer sus umbrales, que en ese zambullón entorno el comienzo real de mi vida.
Un escenario de cuatro cuartos altos y viejos. Y el alar mas alto aun, que dejaba ver un pedazo siempre azul de cielo, por el que espiaban los luceros.
Un cantero estrecho que escondía su rustica textura con manojos exquisitos de flores.
Las flores que mi hermosa madre cultivaba mientras desgranaba sentidas canciones de su tiempo con su maravillosa voz de soprano.
Voz, la suya, de la que se hacían eco tordos de reluciente plumaje negro azabache, de los que cuidaba con devociones inauditas.
Ya sabia porque las flores de los canteros adquirían tan fascinantes colores y tan delicadas fragancias y tersuras.
Ponía, mama florista, alma, vida y corazón en su cuidado.
Conversaba con ellas levantándoles el animo para que unas superasen a las otras y para que las otras renovasen sus galas.
De capullo en capullo de hada avivando sus colores.
Devolviendo lozanía a los pétalos.
Colmando las ánforas de sus perfumes.
Afirmando los brotes recientes.
Y en cada caso sin dejar de hablarles con mas que encendido amor.
En todo el barrio y en otros mas lejanos, nadie lograba flores como los que se daban en los canteros de mi madre.
-¡Que les echas?-, le preguntaban intrigadas.
-¡Agua que cae del cielo y amor!-, era su respuesta breve que escuchaban con escepticismo.
Dios se la llevo a su lado. Dios la recogió para iniciarla en el goce de su reino.
Seguro de que le gustaría, me empeñe en tener su tumba llena de flores.
Y me llego la certeza de no haberme equivocado en absoluto.
Las flores que reemplazaba sobre sus despojos mostraban su huella.
Se conservaban siempre frescas.
No permitían fragancia.
Reavivando sus colores.
Igual que cuando escuchaban su charla plena de amor.
Exactamente como se daba en los lindos tiempos de antes.
Sus manos y su voz, lo pienso así, sobrevivirían a la eternidad.
Diario Mayor El Deber - 24/12/2007
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