Friday, March 18, 2005

Pequeña Biografía


Don Pedro Rivero Mercado ha publicado siete libros. Exceptuando el primero de la serie, en que compartió autoría con dos colegas suyos y que correspondió al género del cuento breve, sus demás obras fueron escritas en verso costumbrista. El autor, con picardía y con desenfado, maneja el verso, pero no para hacer las apologías del amor, o de la mujer, o de la naturaleza, o de las tantas cosas bellas de la creación. Don Pedro, así lo tratan con afecto sus paisanos, se vale de la lírica costumbrista para contar historias imaginarias, con visos de realidad algunas, satíricas y mordaces otras, y descabelladas varias. Concibió de esta manera una historia del fin del mundo y subsiguientemente otra de su reintegración. Don Pedro Rivero Mercado, vigoroso aún pese a las siete décadas que ya se ha echado en las espaldas, tiene anunciada una nueva novela para el 2001. El autor de Los gorriones del barrio acaba de ser designado embajador de su país ante el gobierno de Francia y la UNESCO.

Thursday, March 17, 2005

EL VENDEDOR DE QUESOS

Pedro Rivero Mercado

Corrían turbias y rugientes las aguas del rió que tenia una trascendencia histórica. En una de sus orillas había sido fundada, cientos de años atrás, una ciudad con gente hidalga y alentada de infinidad de sueños de grandeza. Pero la ciudad debió ser abandonada debido a los enfermizo del ambiente excesivamente húmedo, y al carácter inhóspito de los aborígenes originarios que no veían con buenos ojos a sus semejantes llegados con la finalidad de civilizar y evangelizar la zona.

De aquella ciudad abandonada, muy pocos rasgos quedaban. Apenas los calcinados terrones de lo que había sido una iglesia, entre los cuales crecía una vegetación paupérrima e inamistosa al mismo tiempo y se escurrían alimañas como lagartos, culebras y ratones silvestres.

De los aborígenes quedaban muy pocos, no más de cinco o seis familias con un total de treinta personas más o menos. El resto, o se había desplazado en otras direcciones buscando mejores condiciones de vida, o se había muerto alcanzado por las múltiples enfermedades endémicas. Y esas cinco o seis familias, que sobrevivían en la extrema miseria también estaban por desaparecer barridas por las parcas insaciables o dispersas en la búsqueda del utópico bienestar.

Desoladas pues, las orillas del rugiente y turbio rió, empezaron a poblarse, tal ves medio siglo mas tarde, de estancias que se adjudicaron personas influyentes de la sociedad y de la política. Los estancieros se dedicaron, con mucha fuera y entusiasmo, a la cría de ganados, especialmente vacuno y caballar. Cientos y hasta miles de hectáreas ribereñas, los estancieros montaron con fuertes inversiones y trabajo duro e infatigable, verdaderos imperios, cuyo centro era la casa de familia del patrón dotada de todas las comodidades conocidas de la época.

A pesar de que en las estancias, o mas propiamente en la casa de los patrones, estaban dadas las condiciones para llevar vidas muy confortables pues se disponía de todas las comodidades en cuando a salas, salones, dependencias de empleados, servicios sanitarios, aguas potable y hasta luz eléctrica e incluso coquetos jardines, la gran dificultad radicaba en la falta de caminos. Ubicadas a setenta, ochenta, cien kilómetros o más de la ciudad, las estancias eran poco menos que inaccesibles. La única vía de comunicación era los caminos de tierra, aclarando que hablar de caminos de tierra era toda una exageración puesto que, casi en la generalidad de los casos, se trataba de sendas, de brechas abiertas a punta de hacha y machete, erizadas de plantas espinosas en que la ropa y a veces en la piel quedaban pendiendo en garranchos.

Malos, intransitables en todas las épocas los caminos. En las secas, de lluvias muy escasas, eran los largos, calcinados y profundos arenales eran los que hacían fatigoso y interminable el viaje desde la ciudad hasta las estancias. Y en las épocas de lluvias, que caían copiosamente como ocurre en todas las zonas tropicales, pues los mismo caminos se transformaban en lodazales, en lagos y lagunas muy difíciles de vadear, de los que desprendían, para colmo de males, nubes densas de moscas y mosquitos que aparte de implacables y siempre ávidos de sangre, dificultaban hasta la función respiratoria metiéndose persistentemente en las fosas nasales, amen de las auditivas pues también los oídos constituían blancos preferidos de los terribles insectos alborotados al paso del hombre y sus acémilas.

Tomaba días a veces hasta semanas enteras hacer el viaje entre la ciudad y las estancias. Viaje que se volvía mas pesado y fatigoso aun si se tomaba en cuanta que había que realizarlo con abultada carga de tiro, constituida por víveres para estadías relativamente largas y, dependiendo de las condiciones del tiempo, incalculables; medicinas para cualquier contingencia y casi siempre herramientas y equipos de labranza, aparte de suplementos alimenticios y remedios y vacunas para el ganado. En suma, que no dejaba de constituir un acto de heroísmo, por las dificultades y penurias que había que afrontar, trasladarse hasta las estancias, cosa que ocurría dos o tres veces al año, y casi siempre ocurría durante la época seca.

Criado de una de esas estancias, que trabajaba solo por la comida y por los trapos viejos que constituían su ropa y que el patrón le proporcionaba cargándolos a su cuenta a precios imposibles, era un mozo de tez clara, pelo negro y ojos vivaces y también negros. Delgado pero nervudo, voluntarioso y diligente, el mozo poseía aptitudes sorprendentes para los mas diversos trabajos. Ordeñaba como el mejor, para carpir nadie le sacaba ventajas, era capaz de domar un potro, albañil sin tachas, con la misma eficiencia se desempeñaba de panadero como rezador de novenas de muertos y de los santos y de las santas de la devoción campesina. Comerciante nato, para vender o comprar no había quien lo igualase. Siempre podía sacar un poco mas por las cosas que ponía a la venta y conseguir unos pesos menos por los objetos que adquiría.

En la estancia en la que trabajaba, cuando estaba de visita el patrón, se ordeñaban al menos diez vacas todos los días, poco antes del amanecer fragancioso y freso del roció. La leche era mas que suficientes para el frugal dieta del patrón que mas se inclina por carnes frías de cerdo o por las conservas de pescados, de las que desde luego, ni a oler daba a su personal, ni siquiera al mozo de esta historia que era sus manos y sus pies. Entonces, había leche de vaca en exceso, lo que determinaba que los excedentes diarios se destinarían a la elaboración de quesos que, nunca se supo si por casualidad o por la buena mano del personaje, poseían un saborcillo especial que determinaba que se lo distinguiera y se lo prefiriera entre los de las demás haciendas circunvecinas.

Hábil el mozo, simpático y convincente, era el encargado de llevar a vender el preciado queso a los ranchos desperdigados a unas cinco leguas a la redonda, a partir de la estancia, y a alguno que otro pueblecillo de campesinos seriamente empobrecidos. Dado el carácter de extrema pobreza de los consumidores de queso, no siempre lograba el mozo en dinero efectivo, constante y sonante, las ventas de producto lácteo. Pero sus transacciones eran siempre buenas, ventajosas. Cuando no en dinero, concertaba trueques y así le llegaba a su patrón con gallinas, patos y hasta pavos y más de una vez con marranitos gruñones o cabritos en su punto. En resumen, el vendedor de quesos realizaba excelentes transacciones que dejaban colmadas las ansias del severo y poco efusivo propietario de la hacienda. Severo y poco efusivo, si, pero a pesar de ello le tenia dicho al mozo que era lo mejor de la hacienda y hasta alguna vez lo halago obsequiándole, sin cargarla a su cuenta como acostumbraba, una de sus camisas viejas que había dejado porque no le gustaba.

No le había ido nada mal ese día. Por su cargamento de cinco o seis quesos resultados de toda una semana de ordeñas, había logrado un buen puñado de billetes y, además un cabrito tierno que se debatía inquieto entre sus brazos durante el trayecto de vuelta desde los ranchos a la estancia. Incluso, en cierto momento, el cabrito lo obligo a detenerse, a hacer un alto para medio acomodar su incomodo cargamento viviente. Se ajusto lo mejor que pudo su ajustado cinturón de suela, se dio aire para refrescarse con los faldones de su camisa, busco la sombra de un árbol para protegerse del fuerte e implacable sol, inspiro profundamente el aire embalsamado y caliente y feliz, saboreando por anticipado la satisfacción que le causaría ver contento a su patrón, reemprendiendo la marcha. Ya no estaba muy distante de la hacienda. En una hora, calculo, estaría en casa. A lo mejor el patrón le invitaba un guarapo.

El cabrito lo tenía a mal traer. Cada tanto y cuanto le sorprendía descargándole fuertes y dolorosos cabezazos y para acabarla de enterar le ensucio con sus excrementos y sus fétidos orines. Era el momento de medio sacudirse la porquería de encima y de tomarse un nuevo respiro. En eso estaba, sacudiéndose, cuando el pánico se manifestó a través de una aguda punzada que sintió en el estomago. Claro, al pasar la mano derecha sobre la parte del bolsillo de su pantalón donde creía tener guardado los billetes de la venta del queso, noto que no abultaba, lo que venia a significar que el dinero no se encontraba allí. Metió frenéticamente la mano y, efectivamente no había nada. Busco y trabusco todos sus bolsillos con el mismo resultado, nada. Se quito la camisa y los pantalones, por si inconscientemente y para tener mas seguros los billetes, los llevaba adosados al cuerpo. Nada, igualmente. Para colmo de males, el cabrito tierno, aprovechando el descuido del mozo, se escapo y se perdió en la espesura a una velocidad imposible de frenar.

¡Cabrito del demonio!, mascullo haciendo responsable al animalito de todos sus infortunios. Decidió desentenderse del animal y volver sobre sus pasos en busca del dinero que seguramente había dejado caer en alguna parte del camino. Fue y volvió un par de veces hasta mas allá del lugar donde estaba seguro que había palpado la ultima vez los billetes. Y nada. Nada.

Se había hecho tarde. Empezaban a tenderse las sombras de la noche. Debo seguir mi camino, pensó, el patrón debe estar preocupado por mi tardanza. ¿Qué irá a decir cuando sepa que perdí el dinero y que se me escapo el cabrito?.
Con muy descoloridas esperanzas pensó que tal vez lo comprendería y lo perdonaría. Le diré que me lo cargue todo a mi cuenta, aunque sea en el doble para que se quede conforme.

Y mientras de esta guisa discurría, ya estaba a las puertas de la estancia y cara a cara con el patrón. Lo puso al tanto de la perdida del dinero y de la escapada del cabrito. Le suplico patrón, pidió humildemente con los ojos clavados en el piso, que me lo ponga todo en mi cuenta, si le parece bien, al doble.
En silencio el patrón desapareció en el interior de la casa para, dos minutos mas tarde, reaparecer blandiendo un garrote. Logro descargarle un garrotazo que no llego sin embargo, a la cabeza, donde estaba dirigido. Para el segundo, el mozo ya había emprendido la mas veloz de todas las carreras de su vida. El patrón lo persiguió, azuzando contra el fugitivo tres perros criollos que dos días antes hacían que no comían.

¡DE QUË TAMAÑO ES!

Pedro Rivero Mercado

Habíamos participado de infinidad de aventuras. Teníamos recorrida buena parte de la vasta geográfica rural. Salir de caza o salir de pesca eran nuestros entretenimientos favoritos. Casi todos los fines de semana o los feriados largos los dedicábamos a tales riesgos entretenimientos.
Pero nuestras aventuras solían darse, asimismo, dentro de los límites urbanos de la grande y empolvada aldea. Naturalmente, se trataba de otro tipo de aventuras.
Galantes, a medias luces. Música ambiental romántica. Tragos cortos, los suficientes para despuntar las noches. A veces, hasta quedar de cara al lucero del alba. Excelente compañía la suya, así fuese a campo traviesa o en la tibis intimidad de los bulines.
Su prodigación para que todas las cosas de la buena vida salieran sin fallas, era absoluta.
Por esa su aptitud, alguien lo hizo blanco de un juicio memorable.
“! Oigame… usted si que había sido bueno… para todas las cosas malas!...”
no obstante nuestra absoluta amistad, me hizo blanco de los dos y hasta de tres trastadas.
A mí, que era casi la sombra suya.
A mí, que era con quien mejor se identificaba.
Con quien compartía gustos, inquietudes, anhelos y sueños.
Lastimado por sus desconsideraciones (que es lo menos que puedo decir), me distanciaba de el.
Le ponía cara de resentido. Trataba de hacerle entender que defraudaba m amistad. Se mantenía imperito. Empezaba a acortar las distancias. Y cuando virtualmente me tenía a sus expensas, me recitaba el mismo discurso. Al final, yo terminaba siendo el culpable. Yo terminaba siendo el malo de la película. Yo era responsable de haber defraudado nuestra amistad. No estoy seguro del todo. Más, si la memoria no me falla, cosa que ocurre mucho en este tiempo, concluía yo deshaciéndome en excusas.
Pero, ¿y por que me excuso?, me preguntaba entonces.
Y la misma pregunta me formulo aun hoy. Aunque muy diligente para organizar nuestras excursiones de caza o de pesca o de ambas cosas a la vez, gustaba disfrutar del campo, de la naturaleza, a cuerpo de rey.
No se le pasaba detalle a la hora de proveer nuestro avio. Lo mejor en comidas, carnes, quesos, fiambres, mermeladas. Cervezas, vinos, wiskys, pernods, coñaques. La ropa adecuada. Las escopetas, los rifles, las municiones. Mosquiteros, repelentes para los insectos, linternas y pilas, anzuelos diversos. Botiquín para primeros auxilios. Papel higiénico. Alguna vez incluimos en nuestra aventura a un connotado intelectual que alguna sensación diferente deseaba experimentar. No se le paso por alto la calidad de intelectual de nuestro invitado circunstancial. Incluyo en el avio una voluminosa enciclopedia primorosamente ilustrada. Único, realmente, el personaje. Pero todo el volumen de diligencia que exponía para organizar las excursiones, se agotaba allí. Es decir, en la fase de organización. Aportaba con lo suyo, generosamente. Me instaba a aportar de la misma forma con lo mío. Voluminosas en extremo se hacían nuestras cargas. Y siempre a ultima hora, cuando ya, nos encontrábamos con un pie en el estribo, aparecía con algún objeto que churcaba como podía entre tanto cachivache. Ya vera usted como la vamos a necesitar allá, me explicaba, para despejar mis dudas que, por lo que parecía, se pintaban en mi cara. Partíamos, asomando apenar la cabeza entre tanto atadijo. No faltaban los curiosos que nos seguían largo rato con la mirada. Fue una de nuestras últimas excursiones. Después de recorrer algo mas que veinte leguas castellanas, llegamos a un puerto natural de barrancas bajas, frente al cual se deslizaba sinuoso y musical, un rió de playas anchas y terrosas, y cuyo caudal de agua no era muy significativo. Desde el puerto, y en precaria embarcación, descendimos todavía unas cinco leguas sudando la gota gorda pues la embarcación, por el excesivo peso y el bajo nivel del cauce, encallaba en un dos por tres, obligándolos a empujar, desnudos, como bárbaros o como Dios nos echo al mundo. Subiendo, bajando, bogando, empujando, alcanzamos, por fin, común sin que nos quemara hasta los huesos, el lugar ideal para montar nuestra jara. El rió formaba una especie de codo, de grandes y promisorios remansos. Y para mejorar el ambiente, centenarios y frondosos árboles, por si solos, hacían de la orilla el más fresco y el más atractivo refugio. Hacia allí apuntamos sin vacilar la proa de nuestra embarcación. En sus furias totales estaba el sol, algo después del mediodía, cuando pudimos, al fin tendernos en nuestro maravilloso refugio en que tan perceptibles y embalsamados eran los olores vegetales. Nos bebimos una cerveza. Nos comimos un emparedado. Agotados por el esfuerzo, hicimos una larga siesta. Dormimos a pierna suelta. Las armas al alcance de las manos, por si acaso. Y cuando iban corridas dos o tres horas del nuevo día, nos sorprendieron gritos que provenían de la mitad del rió. Miramos con atención y divisamos una embarcación, muy similar a la nuestra en que viajaban lo monos tres o cuatro personas. Respondimos a los gritos entendiendo que eran de saludo, tanto los de ellos como los nuestros. Al escuchar nuestras respuestas, la proa de la embarcación apunto hacia nuestro refugio y avanzo cortando la maniobra. Pero mi acompañante, que no había hecho comentario alguno, continúo tendido en su hamaca que le había servido de cama la noche pasada.
Atraco la embarcación al lado de la nuestra. Descendieron sus ocupantes que eran solo tres. Saludos de uno y de otro lado.
- De donde vienen. A donde van
- Difícil navegar bajo el sol y con tan poco agua.
- La vuelta será peor porque habrá que arribar.
- Mientras dialogábamos, mi amigo, que solo con un movimiento de las cejas había respondido a los saludos de los recién llegados, no se movió ni hizo comentario de cuenta alguna.
En su hamaca, tenia los ojos entrecerrados. Su aire de absoluta ausencia. De apenar se notaba, por el pecho que le subía y bajaba, que estaba respirando. De espaldas en la hamaca, recibía su cigarrillo y lo fumaba. Sin abandonar tal posición bebía con calma de su vaso rebosante de cerveza que le alcanzaba el mozo. Lo observo con detenimiento el que parecía mandamás entre los visitantes. Aproximo su rostro al de mi amigo sin conseguir reacción ni chica ni grande. Intrigado, o tal vez seria mejor decir impaciente, pregunto medio en broma, medio en serio:
-¿Por qué no se para, oiga mi amigo? ¡Al menos así voy a saber de que tamaño es usted!...

A COMPRAR CIGARRILLO

Pedro Rivero Mercado

Era un gringo guapo y vigoroso. Nunca se supo con precisión que vientos buenos lo trajeron hasta nuestra vieja ciudad aldeana.
Comentábase, empero, que se vio precisado de salir a correr el mundo a raíz de alguna grave crisis económica o tal vez política que se desato en su país de origen.
Nadie le interrogo. Nadir hurgo en su pasado. Nadie le creo problemas.
Aterrizo sin aspavientos, clavando su mirada celeste y limpia en quienes lo observaban con curiosidad.
Eminentemente agrícola y pecuario la región, el ambiente era más bien rural.
No fue óbice para que nuestro gringo no encajase.
Al contrario, dentro de ese ambiente aldeano y rural empezó a sentirse igual que pato en la laguna, según el decir lugareño.

O porque ese era su oficio original o porque tenía enorme facilidad para aprender e incluso improvisar, el gringo guapo y vigoroso no tardo en demostrar singulares habilidades en las materias agropecuarias.
Sabia de injertos, sabia de podas, sabia de especies que mejor se adaptaban a la región, sabia de siembras, de abonos y de cosechas.
Sabia del manejo del ganado, de castraciones, de gusaneras, de marcaciones, de parindurrias, de ordeñas y hasta de elaboración rustica de quesos y mantequillas de los mejores sabores.
Su presencia era requerida de uno y otro lado.
Agricultores y ganaderos contrataban sus servicios.
Casi nunca cobraba para ellos. Se daba por bien pagado con que lo invitaran a compartir las mesas familiares o a beber unas copas de aguardiente preparado con los mejores alcoholes que, en aquel tiempo, los había muy buenos, de destilación familiar y muy cuidadosa.
Sin gustos caros ni exóticos, se lo notaba feliz y complacido comiendo y bebiendo lo que comían y bebían todos los vecinos criollos.

- ¿Y usted tiene familia en su país?
- ¿Tiene mujer… Tiene hijos?
- ¿Los va a hacer venir?
- ¿Sus hijos están en la escuela?
- ¿Su mujer es ama de casa, es maestra o que?
- ¿Ellos hablan castellano?

Con preguntas como estas y otras parecidas, al cabo de un buen tiempo, empezaron a bombardear los curiosos vecinos al gringo guapo.

- ¿Tiene fotografías de su esposa, de sus hijos tal vez, quizás de su madre?
- ¿Tiene fotografías de su ciudad y de usted con sus amigos?
- ¿A que se dedicaba antes de salir de su país?
- ¿Era dueño de una granja muy grande como la gente asegura?

El gringo respondía generalmente con un gruñido. Nadie sabia si ese gruñido quería decir “si” o quería decir “no”.

Y a tiempo de relacionarse con la actividad rural, el mozo de los ojos color cielo no tuvo dificultades para introducirse en la social que, aunque muy discreta y limitada, no dejaba de ser importante.
Cumpleaños, matrimonios, bautizos que congregaban, no podían prescindir del gringo. Si no era el invitado número uno, hasta de los más ricos y encopetados, estaba siempre entre los primeros.
Y en las mesas que se tendían de punta en blanco, para comer o para beber, si la cabecera no le estaba reservada, le tenían un lugar muy próximo.
La verdad sea dicha, el gringo se ganaba de manera legitima, estas distinciones de corte aldeano.
Además de su natural simpatía, nunca daba una mala nota, nunca bebía ni comía en exceso.
De su boca nadie oyó una expresión grosera y menos una broma de subido tono.

Dando por sentado que además de modelo era hombre soltero, no tardaron en acecharlo las mozas casaderas más apetecibles, con la clarísima intención de llevarlo hasta el Registro Civil luego de pasar por delante del altar de la parroquia.
Se le insinuaban, y algunas de ellas con insospechado descaro.
Se volvieron encontradizas. Le salieron “casualmente” al paso. Empezaron a coincidir en el mercado, en las tiendas y en la plaza, que era el paseo obligado de los grandes y de los chicos.
Venga a casa, le pedían, quiero hacerle una consulta, y de paso nos tómanos un café y nos comemos unas tortillas de hojitas.
El guapo mozo trataba de dejar contentas a todas acudiendo a sus citas, mas nunca se daba abasto.

Entre las tantas agraciadas que lo acechaban había una que no lo era gran cosa pero que pertenecía a la más influyente y a las más antigua de las familias.
El suyo ya no era un mero acecho, era una cacería implacable.
En el argot futbolero podía decirse que lo tenía marcado a presión.
Más todavía, si las circunstancias se daban, le cometería un foul.
Un foul que solía ser tan violento que en cualquier campo deportivo hubiera sido descalificado con tarjeta roja por delante.
El gringo de la mirada celeste soportaba el asedio sin quejarse.
Y porque no oponía ninguna resistencia, la linajuda muchacha fue estrechando todavía más sus marcas.
Así, hasta que logro echarle el guante.
El mozo, llegado nadie sabia de donde, le dio el “si” ante el sacerdote revestido de sus mejores ornamentos.

La pareja llego a procrear un hijo. Blanco, rubio y de ojos celestes como el padre.
Estaba feliz, loco de la vida, el padre gringo, con su retoño.
Pero la maternidad no le hizo ningún bien a su mujer. Por el contrario, le hizo mal.
Le agrio el carácter. No toleraba los berridos del chiquilín, se resistía a darle el pecho porque no quería que se le descolgase, no le cambiaba los pañales porque la caca y los orines le causaban alergia.
¡Llevate de aquí esta “rana” y dale una vuelta a la manzana para ver si deja de llorar! Ordenaba al gringo que, dócil, marchaba con el pequeño a cuestas hasta que conseguía hacerlo dormir.
Roncaba despatarrada la mujer, en tanto el marido gringo aseaba al niño, le daba sus alimentos y lo adormecía tatareando “lieds” que seguramente había aprendido en su lejana infancia.

Si en sus comienzos el rechazo era solamente para el hijo. Con el correr de las semanas y de los meses se volcó, asimismo, en dirección del marido gringo de los ojos celestes.
Todos los días lo maltrataba de palabra y hasta valiéndose de gestos obscenos y groseros.
Encima le hacia graves cargos afirmando que le había tomado por mujer aprovechándose de su inocencia cándida y con el propósito de mejorar su posición social y económica.
¡Miserable, gitano!, formo parte de una subsiguiente andanada verbal.
Un día después, muy temprano, el gringo guapo salio de la casa con el niño en brazos.
Entreabiendo rabiosa un ojo desvelado, la mujer le pregunto:
¿A dónde vas a estas horas, miserable gitano?
Voy a… a… a…, vacilo, a comprar cigarrillos.
Pero el gringo de los ojos color cielo no regreso en todo el día, ni al día siguiente, ni al cabo de un mes, ni nunca.
Con sentido del humor, en el vecindario se comentaba:
Se fue a comprar cigarrillos…
¡a Australia!

LA GRINGA

Pedro Rivero Mercado

Cinco años atrás habían llegado a “Guayaba”, pintoresco paraje cruceño que se extendía riente y ondulado hacia el sur, con relación a la vieja capital oriental.

Eran mister Jack, doña Margaret y Carolín, ésta ultima una jovencita de aproximadamente 17 años. Todos ellos más un enorme perro color canela de nombre Dix y un par de jamelgos huesudos, constituían la familia Chewingham, llegada quien sabe de dónde, a Guayaba, un lustro antes, a bordo de una destartalada carreta de cuatro ruedas, de esas que solo suelen verse en las películas de vaqueros.

Mister Jack con ese apelativo lo conocía el vecindario era flaco, alto y desgarbado. Usaba lentes de armadura de care y gruesos cristales sobre la punta de su angulosa nariz; pocas veces se le escuchaba el timbre de su voz y nadie pudo nuca afirmar que lo vio reír. Doña Margaret, a secas como se la identificaba, era esposa de Mr. Jack, pero tanto se parecía físicamente a este, que podría pasar por su hermana, sin mayor esfuerzo. Era tan flaca como aquel, mas silenciosa aun, desgarbada en la misma proporción que su compañero, aunque acentuada esta carencia de encantos por la vestimenta de tela burda que usaba. Carolín podía ser mas agradable a la vista que sus padres, pero se le notaba tímida, mas bien temerosa, como haciendo esfuerzos para que ninguna de sus gestos trasluciera se estado de ánimo. Como la madre, vestía esa horrorosa y desabrida ropa, holgada, ordinaria, bajo la cual era imposible suponer que existiera algún encanto femenino.

Los Chewingham, desde su llegada a Guayaba, vivieron en el más completo aislamiento. Su pequeño mundo se redujo a las pocas hectáreas de tierra en las cuales cultivaban hortalizas especialmente. Nunca se los vio alternar con el vecindario, salvo en el caso en que alguno de los pobladores de la zona llegaba a la casa del “gringo” para comprar vegetales u ofrecer en venta otros y en tales oportunidades, solo se intercambiaban las palabras estrictamente necesarias:

- A cómo las zanahorias.
- A tanto el montón.
- Véndame dos montones.
- Okay.

Los Chewingham trabajaban personalmente su tierra, utilizando rudimentaria herramienta, mientras el enorme perro Dix retozaba mordisqueando un hueso blanquecino.
Demás esta decir que los gringos eran objeto de los comentarios del dicharachero vecindario de Guayaba.

- Mr. Jack es más seco y flaco que un “espequi”.
- Doña Margaret parece un “tui” clueco.
- Una muñeca de trapo, eso es Carolín.
- El perro de los gringos duerme con Mr. Jack.
- Que me dicen ustedes, doña Margaret hace madurar el pan de trigo en su cama.

Pero de los comentarios a la posibilidad de que se estableciera un contacto con la huraña familia, distaba mucho trecho, por lo menos hasta ese día domingo.
Lo mas destacado de la población de Guayaba se había reunido para jugar “taba” y en este noble oficio se encontraba cuando apareció Carolín como una exhalación. Agitada, nerviosa, en su castellano enrevesado la “gringa” exclamó:

- ¡Mi padre se muere! … ¡Una víbora grande…..!
¡Auxilio! … ¡Auxilio!....

Y emprendió la carrera de regreso a su casa, con un amplio despliegue de polleras descoloridas.
El juego fue bruscamente interrumpido. A puñados los jugadores recogieron sus billetes de las apuestas y salieron corriendo tras la jovencita, entra la algazara de los perros y el choqueo de alguna gallina asustadiza.

De sopetón, el vecindario integro de Guayaba se metió en casa de la familia Chewingham Mr. Jack tendido sobre un tosco camastro, sudaba copiosamente y deliraba pronunciando frases incoherentes para el azorado grupo de campesinos. Doña Margaret que se restregaba las manos a su lado, enjuagándose a ratos, el rostro anguloso con una pañoleta de dudoso color, era la versión exacta de la impotencia. Sin alzar la mirada que tenia como clavada en el suelo de tierra apisonada, explico que Mr. Jack, en la mañana, recorría sus sembradíos como de costumbre y que al agacharse para arrancar una yerbas, fue mordido en el brazo por una víbora.

Le ha dado algo contra el veneno, preguntaron casi a coro.
Doña Margaret movió la cabeza negativamente.
Entonces los vecinos se arremolinaron en torno al gringo que se quejaba débilmente. Uno le practico un tomisquete a la altura del codo para evitar la circulación del veneno, otro corrió a buscar “hiel de jochi” que tenia en casa, un tercero fue por especifico “Pessoa” y en menos de 15 minutos, el pobre gringo había ingerido mas de seis antídotos caseros de repugnante sabor.

Probablemente la hora de Mr. Jack no había llegado puesto que alrededor del mediodía de ese domingo memorable, empezó a disminuir la fiebre y mas tarde se hallaba completamente fuera de peligro.

Mientras todo el mundo se afanaba en torno a Mr. Chewingham, hubo uno que también revoloteo pero en derredor de Carolín. Su nombre era Ramón y sus rasgos sobresalientes – aparte de su contextura hercúlea – comerse un “guatia” con yuca, sin pestañear y beberse una botella de “culipi”, directamente del pico aguantando la respiración.

Ramón empezó su faena mirando fijamente a Carolín hasta que esta se puso roja como la grana, luego intento iniciar una charla y sin pies ni cabeza:

- ¿No será que “la trampa” se va a llevar al gringo?
- ¿En su tierra, también los niños hablan “en difícil”?
- ¿Conoció usted a algún artista de cine?
- ¿Por qué no sale a lo raso, de vez en cuando, a buscarse amigos?

“La Gringa” no contestaba. De cara a la pared, fingía no escuchar nada. Alisaba con nerviosismo los pliegues de su blusa desteñida y tenia la impresión de haber enrojecido hasta la raíz de los cabellos, Ramón insistía.

Usted ya esta crecidita, le hace falta que le de el sol porque sino va a enfermar de “tiricia”. Si quiere yo la llevo esta tarde a la riña de gallos. Mejor vendré esta noche, le pego un silbido y nos vamos a comer “majablanco” donde doña Pancha.

Carolín se estremeció, nunca imagino llegar a ser tentada de esa manera. A sus años, las cosas que le proponía Ramón le eran desconocidas pero imaginaba que resultarían agradables. De todas maneras se contuvo y no dio ninguna respuesta. El recio mozo opto por retirarse, repitiendo al oído de “la Gringa”, que por poco se desmaya:
Vendré esta noche a “pegarle” un silbido.

Mr. Chewingham hasta las ocho de la noche se había recuperado del todo, pero continuaba en cama leyendo a la luz de un lampión a kerosén, un ajado ejemplar de la Biblia. En sillones contiguos, Margaret y Carolín abstraídas en sus propios problemas. Dix dormitaba en un rincón.

De pronto un estridente silbido rompió la quietud de la noche. Dix levanto su pesada cabezota, ensayo un ronco ladrido y torno a dejarla caer entre sus patas delanteras, Mr. Jack interrumpió por un instante su lectura y volvió a enfrascarse en algún versículo, doña Margaret se incorporo a medias en su sillón y Carolín salto como impulsada por un resorte. Después, avergonzado de su propia audacia, fingió preocuparse del arreglo de las sabanas del lecho de su padre.

Hubo un segundo silbido, un tercero y otro más y finalmente el silencio.
A Carolín le resulto muy difícil conciliar el sueño aquella noche. Se resolvía inquieta en su camastro advirtiendo con asombro, que mas que temerosa, una rara sensación de gozo la envolvía. Al amanecer, se acicalo con desusado esmero, ciño el talle joven con sólida correa que hizo resaltar el contorno magnifico de sus caderas y de su busto en floración, y como nunca había ocurrido antes, encaro la tarea cotidiana tarareando el “OH Susana”. Horas después se ofreció para ir hasta la pulpería del villorrio a adquirir algunos artículos que debían ser utilizados en el almuerzo, con la secreta esperanza de topar a Ramón en el Trayecto. Hizo el viaje y volvió un tanto decepcionada porque el rustico no apareció por ningún lado.

Pero al llegar las ocho de la noche, se repitieron los silbidos y lo mismo ocurrió al día siguiente e igual cosa durante toda la semana, hasta que Carolín se decidió.

Sabia que estando dentro de la casa en compañía de sus padres, le resultaría imposible salir hasta las tranqueras tras escuchar los silbidos, de suerte que fingió demorarse en el patio recontando los patos y tan pronto se vio libre de la vigilancia paterna, corrió junto al cerco y allí aguardo al galante rondador.
Los primeros encuentros fueron fugases y rodeados de grande nerviosismo. El temor de ser sorprendidos, solo permitía charlas monosilabicas sobre cuestiones triviales:

- Las hormigas se comen mis rábanos, decía ella.
- Mi gallo “colorao” se despico, comentaba el.

Pero corriendo las noches los encuentros se hicieron más íntimos. “la Gringa” y Ramón se dieron cuenta de que entre ambos estaba naciendo el amor y de los diálogos tímidos, pasaron a intercambiar los primeros arrumacos.

Mr. Jack noto las súbitas desapariciones de Carolín y aunque el asunto no lo alarmo mayormente, decidió vigilarla discretamente. Varias veces estuvo a punto de sorprender a los jóvenes enamorados, pero Ramón, escurridizo, escabullía el bulto a tiempo y el gringo solamente encontraba a la muchacha en la tranquera, en actitud contemplativa, y suponía que simplemente tomaba el fresco.

Pero como quiera que las escapadas de Carolín se repetían ininterrumpidamente, le entro la duda a decidió una noche, desentrañar definitivamente el secreto. Salio por la puerta trasera de la casa, llego al camino y cortando la posible retirada de cualquier intruso, se aproximo a la tranquera sigilosamente. Ramón no tuvo escapatoria. Sorprendido por la retaguardia, advirtió la presencia del gringo cuando aun retenía sus manos, las de Carolín. No quedaba otro remedio que afrontar la situación.

Mr. Jack vacilo en el camino, miro a uno y otro lado como buscando algo y luego avanzo hacia la pareja con paso resuelto. Ramón esperaba unos metros mas adelante mordisqueando disciplinadamente un yerba. Carolín hizo ademán de huir hacia la casa.

- ¡Alto! . . . ordeno el gringo con voz ronca y luego pregunto ¿Qué hacen aquí?

Ramón y Carolín se miraron, sobrevino un minuto de honda expectativa, pero después, bajo la luna llena que iluminaba de punta a punta la pampa, se noto que sus rasgos se suavizaban. Sonrió por fin con picardía, a tiempo que agregaba:
Pasen a la casa, aquí sopla el viento y a lo mejor se resfrían.

Poco tiempo después, “la Gringa” y Ramón se casaban como Dios manda. En la fiesta de esponsales, Mr. Chewigham se revelo como un gran jugador de taba, el mejor de todo Guayaba. Doña Margaret aprendió a hacer “masaco” y el enorme perro canela, Dick, tuvo su primer encuentro a dentelladas, con los demás congeneres de la zona. Los dos jamelgos, por primera vez relincharon al paso de un potranca.

El mundo de los Chewingham se había transformado por el amor.